Cuando estamos enamorados nuestra amígdala se relaja y nos sentimos más fuertes para afrontar situaciones difíciles.
El filósofo indio Jiddu Krishnamurti afirmaba que lo contrario del amor no es el odio, sino el miedo. Las investigaciones en neurociencia lo confirman. Cuando amamos a alguien se relajan nuestros sistemas más antiguos de supervivencia. La amígdala es la zona de nuestro cerebro con más años de evolución, el lugar en el que se procesan las emociones básicas. En esta glándula están codificadas parte de nuestras respuestas más elementales ante el peligro: la huida, el ataque o el bloqueo. Es justamente lo que nos ocurre en un examen o en una reunión estresante en la que se nos olvida lo que íbamos a decir. Son respuestas ante el miedo o sus derivados. Sin embargo, esta aprensión tiene un antídoto. Diversos estudios han demostrado que, cuando estamos enamorados, nuestra amígdala se relaja y nos sentimos más fuertes para afrontar situaciones difíciles. Es decir, el amor nos ayuda a superar el miedo y a tomar decisiones más arriesgadas. Respuestas que en otras circunstancias no desarrollaríamos.
La experiencia amorosa no se circunscribe únicamente a las relaciones con otras personas, también son propósitos y compromisos que adquirimos. Por eso, cuando creemos en una causa o luchamos por algo que realmente nos llena, nos encontramos con más fuerzas para superar las dificultades. Así lo narro en el libro Nomiedo en la empresa y en la vida (Alienta, 2006) y así lo evidencian personas que han logrado auténticas proezas, como es el caso del británico Lewis Pugh.
El abogado Pugh, fiel defensor del medioambiente, se ha convertido en el mejor nadador en hielo del planeta. Con un simple bañador y sin traje de neopreno ha desafiado en el Polo Norte temperaturas inferiores a -1,5 grados (las aguas donde murieron las personas tras el accidente del Titanic estaban a 5 grados). Tal y como detalla en su primer libro autobiográfico, lo que le ayudó a superar el pánico a la hipotermia mortal, además de un increíble entrenamiento, fue el profundo convencimiento del motivo que le llevó a realizar semejante desafío. El amor por una causa: la defensa del medioambiente. Durante los casi 20 minutos que duró su recorrido a nado entre glaciares pidió que aparecieran las banderas de los países que le habían apoyado en su cruzada, recordó intensamente el amor hacia sus padres y el legado que quería dejar a las siguientes generaciones. Es la causa de Pugh, pero si pensamos en nosotros y en nuestros problemas cotidianos, ¿por qué motivo o por qué causa nos atreveríamos a superar nuestras dificultades más profundas?
El amor, además, se entrena. El psicoanalista alemán Erich Fromm ya lo explicó en su maravilloso libro El arte de amar, y así lo ha corroborado la neurociencia. Los seres humanos podemos incrementar nuestra capacidad amatoria mejorando la autocompasión y la atención plena. Se ha comprobado cómo los monjes que entrenan regularmente la meditación tienen diferentes frecuencias de las ondas alfa en el cerebro en comparación con el resto de los mortales. Esto les hace ver la vida de un modo más amable, sin tantos prejuicios hacia lo que les rodea. Esto supone una menor actividad de la amígdala y una mayor sensación de conexión con el resto de las personas. La buena noticia es que podemos ejercitarlo y, después de unas semanas de práctica, se puede observar cómo se generan nuevos circuitos en nuestro cerebro que incrementan a la larga nuestra capacidad amatoria. El amor no es tangible, no se puede medir, pero tampoco amamos en una proporción fija, sino que, paradójicamente, cuanto más aprendemos a aceptarnos y a querernos, más capacidad tenemos de amar.
Quizá la mejor manera de celebrar el próximo San Valentín es aprendiendo a querernos a nosotros mismos, a enamorarnos de una causa o de un propósito. Eso nos ayudará a amar mejor a otros y a superar nuestras propias dificultades.